Era un cálido amanecer en vísperas del verano. La amarillenta luz empezaba a iluminar la estancia y un resplandor inesperado me sorprendió llegando hasta mi alma. Era la luz del sol reflejada en el borde quebrado de mi vidriera. Se había roto, faltaba un trozo y el corte anguloso, irregular, cerca de una esquina, en la base, del mueble cada vez se hacía más grande en mi mente. ¿Cómo había podido pasar? ¿Cuándo había pasado realmente? ¿A dónde había ido? Apenas sin ser consciente del momento el tiempo se paró en ese momento.
Le tengo mucho apego. Me ha acompañado durante mi existencia, al menos desde que tengo consciencia, la ajada vidriera. No es especialmente bonita, pero está llena de matices y sombras que la hacen única. A lo largo del tiempo se ha astillado creando grietas irregulares, algunas pequeñas, otras más amplias e incluso algunas parecen parte de la obra cuando realmente fue obra de un golpe inesperado.
Es curioso el cariño que cogemos a veces por lo más inesperado. Supongo que es nostalgia de los momentos vividos; algunos mágicos, otros que aún hacen daño y la muda declarante vidriera siempre estuvo allí, testigo de lo que ha sucedido a su alrededor. El trozo que ahora falta tenía un bonito y generoso lazo. Sensible y frágil aunque parecía hecho de un material pétreo. Lo había colocado en ese lugar porque era el que le correspondía, llegó a mi vida cuando tenía que llegar. A fin de cuentas, llevo tanto tiempo con ella que mi vidriera es como un tablón de corcho, en ocasiones algunos recuerdos tapan otros, anexos de la ajada y ahora rota vidriera. No solo las astillas decoran la vidriera, en ocasiones incorporo recuerdos de los que me siento orgulloso.
Ahora que no lo veo, cuando aún la luz llega a mis ojos, ahora afluentes de mi alma, sé que llegó en el momento que tenía que haber llegado. Antes no lo hubiera visto, más tarde probablemente tampoco. Me acompañó en momentos mágicos y fue apoyo, aún cuando no lo sabía, en otros porque mis manos se agarraban a él sin darme cuenta. Fue el tiempo el que me lo enseñó. “No hay secretos que el tiempo no revele” aún cuando llega tarde. Me gusta pensar que esos momentos le dieron fuerza, alegría y apoyo. Ahora lo llamamos, de una forma simplista diría yo, experiencias.
El tiempo pasó y ya no podía llevarlo conmigo, así que se quedó en un lugar destacado, discreto a la vista, pero importante en mi corazón. Quizás eso hizo que lo descuidase un poco cuando hacía alguna limpieza, o al recolocar los recuerdos que realzan la vidriera. Eso sí, cuando llegaba el momento podía sentir la fuerza que había en ese momento, el recuerdo de los momentos era instantáneo cuando lo sentía bajo el tacto de los dedos. Y se que para él también era así. Mi alma me lo decía. En el aire quedan conversaciones pendientes, momentos no vividos, sentimientos no compartidos… una intensidad que quiero para mi vida.
Y ahora que no está, en un momento que era y será otra vez de armonía, los afluentes a veces son ríos y me reconcome no haberlo visto más tiempo, haberle contado mis alegrías y mis penas. Ahora que llega un cálido tiempo. Ahora en un clima más propicio, una temporada en la que podía reparar ausencias obligadas solo por mis defectos. Llegó de repente el brillo de tu ausencia. Y duele. ¡Vaya que si duele! Me consuela saber que el tiempo pasó y la felicidad le llegó durante muchos años a quién pétreo en forma, sensible en el fondo fue generoso y supo disfrutar de los pequeños grandes placeres de la vida.
Toca seguir, con la vidriera ajada y ahora quebrada y sin un fragmento en mi vida.